La unificación de las dos Alemanias, la transformación de las Comunidades Europeas en la
Unión Europea y su expansión hacia los países del este en
transición al capitalismo, convirtieron a Europa, ya sin el adjetivo de
occidental, en un "gigante económico", cuya divisa, el
euro, equilibró eficazmente el anterior monopolio del
dólar
en los mercados monetarios internacionales. No obstante, la incapacidad
demostrada por los países miembros para profundizar las partes no
económicas de la unión, y la falta de coordinación exterior la dejaron
como un "enano político", a pesar de su crecimiento burocrático e
institucional (
Tratado de Lisboa,
2007). La iniciativa en los foros internacionales y en las
intervenciones militares siguieron dejándose en manos de los Estados
Unidos, como mucho coordinados a través de la OTAN, incluso para
conflictos en el mismo corazón del continente, como las guerras
yugoslavas. El Reino Unido mantuvo recelos
euroescépticos
a la mayor parte de las políticas integradoras, así como su relación
preferencial "transatlántica" con la superpotencia americana. En
ausencia de una única autoridad común, el denominado
eje franco-alemán,
mantenido por los líderes de ambas naciones más allá de las personas o
partidos que fueron sucediéndose en el poder, funcionó como el más
evidente núcleo de poder decisiorio en Europa.
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