Hacia
el final de la década de 1950, los partidos socialistas de Europa occidental
empezaron a descartar el marxismo, aceptaron la economía mixta, relajaron sus
vínculos con los sindicatos y abandonaron la idea de un sector nacionalizado en
continua expansión. El notable desarrollo económico desde postulados
capitalistas durante las décadas de 1950 y 1960 puso fin a la creencia que
mantenía que la clase trabajadora sería cada vez más pobre o que la economía
sufriría un colapso que favorecería la revolución social. Ya que un sector
considerable de la clase trabajadora seguía votando a partidos de centro y de
derecha, los partidos socialistas intentaron de forma paulatina captar votantes
entre la clase media y abandonaron los símbolos y la retórica del pasado. Este
revisionismo de finales de la década de 1950 proclamaba que los nuevos
objetivos del socialismo eran ante todo la redistribución de la riqueza de
acuerdo con los principios de igualdad y justicia social. Los socialdemócratas
alemanes dejaron constancia de estos principios en el Congreso de Bud Goldemberg
de 1959, principios que habían sido popularizados en Gran Bretaña por Anthony
Crosland (El futuro del socialismo, 1956).
Los socialdemócratas creían que un crecimiento económico continuado serviría de
apoyo a un floreciente sector público, aseguraría el pleno empleo y financiaría
un incipiente Estado de bienestar. Estos supuestos eran a menudo compartidos por
los partidos conservadores o democristianos y se ajustaban de una forma tan
estrecha al desarrollo real de las sociedades europeas que el periodo
comprendido entre 1945 y 1973 ha recibido a veces el nombre de `era del
consenso socialdemócrata'. Coincidía, de modo ostensible, con la edad de oro
del aforismo, supuesta modalidad pura del capitalismo.
El
fuerte incremento sufrido por los precios del petróleo en 1973 fue el
desencadenante de la crisis económica que puso fin a esta hipotética edad de
oro. Durante el final de la década de 1970 se pensó que, en general, para
restaurar el crecimiento económico, patronos y gobiernos tendrían que alcanzar
algún tipo de entendimiento con los sindicatos. En estas circunstancias, los
partidos socialistas obtuvieron el poder en Portugal, España, Grecia y Francia,
países en los que nunca o rara vez habían gobernado, y que en los tres primeros
casos se produjeron después del fin de sistemas dictatoriales.
El
creciente desempleo, sin embargo, debilitó a los sindicatos y, al hacer
aumentar la pobreza y los problemas con ella asociados, hizo que la protección
social del sistema del bienestar fuera mucho más costosa de lo que lo había
sido en los días del pleno empleo. Mantener los niveles de bienestar con una
tasa elevada de desempleo exigía un alto nivel de impuestos, medida que no gozó
del favor de los ciudadanos. Los partidos conservadores se distanciaron del
consenso político, aduciendo que era necesario “hacer retroceder al Estado”,
reducir el gasto público y privatizar las compañías estatales. Acusados de
estatistas, burocráticos y derrochadores, los socialistas fueron poniéndose
cada vez más a la defensiva. Hacia 1980 el proletariado industrial se había
convertido en minoritario en toda Europa, y las nuevas tecnologías agravaban la
división existente en sus filas. Los incrementos de la productividad ya no
suponían la creación de nuevos empleos. Por el contrario, estas nuevas
tecnologías hacían posible un mayor volumen de producción en detrimento del
empleo, mientras que los sectores en proceso de expansión eran incapaces de
absorber a los trabajadores despedidos por culpa de las reconversiones
industriales. La prosperidad de la que gozaban los trabajadores cualificados en
las empresas de éxito contrastaba con el número creciente de trabajadores
temporales y no cualificados, muchos de los cuales eran inmigrantes o mujeres,
empleados a tiempo parcial. Considerar, pues, a la clase obrera como una clase
universal que prefiguraba un futuro pos capitalista parecía algo cada vez más
anacrónico. La creciente interdependencia económica que se extendió con gran
rapidez durante las décadas de 1970 y 1980 suponía que las políticas
macroeconómicas tradicionales del keynesianismo ya no eran efectivas y que la
reflexión interna (en cuanto política que activa instrumentos monetarios y
fiscales destinados a frenar el desempleo) originaba problemas con la balanza
de pagos, así como medidas inflacionarias, tal y como descubrieron, a sus
expensas, los gobiernos socialistas británico y francés en las décadas de 1970
y 1980.
Aunque
supuso la transformación de muchos de los antiguos partidos comunistas en
partidos socialistas, el derrumbamiento del comunismo en la Unión Soviética y
en la Europa central y oriental no constituyó un consuelo para la izquierda
europea occidental. La crisis de las economías planificadas comunistas fue
interpretada en términos generales como una prueba más de que las decisiones
espontáneas de millones de consumidores individuales, gracias a los mecanismos
del libre mercado, distribuían mejor los recursos de lo que pudiera hacerlo
cualquier forma de mediación estatal. Las ideologías neoliberales ganaban, en
consecuencia, terreno en multitud de países.
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