La
I Guerra Mundial y la Revolución Rusa provocaron la ruptura de la Segunda
Internacional entre los partidarios del bolchevismo de Lenin y los
socialdemócratas reformistas, que habían respaldado en su mayoría a los
gobiernos nacionales durante la guerra a pesar de las proclamaciones pacifistas
de la Internacional. Los primeros fueron conocidos como comunistas y los
segundos siguieron siendo, durante todo el periodo de entreguerras, la
corriente dominante del movimiento socialista europeo, contando con el apoyo
del electorado en general bajo una serie de nombres: Partido Laborista en Gran
Bretaña, Países Bajos y Noruega, Partido Socialdemócrata en Suecia y Alemania,
Partido Socialista en Francia e Italia, Partido Socialista Obrero en España, y
Partido Obrero en Bélgica. En estos años, en el seno de estos partidos
socialistas se produjo la escisión de grupos proclives al comunismo leninista,
apareciendo así los partidos comunistas en diferentes países como Francia,
Italia o España (el Partido Comunista de España fue fundado en 1921). En la
Unión Soviética y, más tarde, en los países comunistas surgidos después de
1945, el término socialista hacía referencia a una fase de transición entre el
capitalismo y el comunismo, la etapa correspondiente a la dictadura del
proletariado marxista. En los demás países, los socialistas aceptaron todas las
normas básicas de la democracia liberal: elecciones libres, derechos
fundamentales y libertades públicas, pluralismo político y soberanía del
Parlamento. La rivalidad existente entre socialistas y comunistas sólo se
interrumpió de forma transitoria como ocurrió a mediados de la década de 1930,
para unir sus fuerzas contra el fascismo en la política denominada de `Frente
Popular'.
Los
socialistas pudieron formar gobiernos durante el periodo de entreguerras, por
lo general en coalición o apoyados por otros partidos. De este modo pudieron
permanecer en el poder, aunque de forma intermitente, en Gran Bretaña y
Alemania durante la década de 1920 y en Bélgica, Francia y España durante la
década de 1930 (en estos dos últimos países bajo la fórmula de Frente Popular).
En Suecia, donde los socialdemócratas han tenido más éxito que en ninguna otra
parte, gobernaron sin interrupción desde 1932 hasta 1976.
Después
de 1945, los partidos socialistas se convirtieron, en la mayor parte de Europa
occidental, en la principal alternativa frente a los partidos conservadores y
democristianos, siendo Suiza y la República de Irlanda las principales
excepciones. Aun manteniendo su antiguo compromiso con el socialismo como
`estado final', es decir, una sociedad en la que se anularan las diferencias
sociales, desarrollaron un concepto de socialismo `como proceso'—propuesta que
había sido anticipada por el revisionista alemán Eduard Beristaín a finales del
siglo XIX. En la práctica, esto significaba que, mientras sus seguidores más
comprometidos se aferraban a la idea de un objetivo final, los partidos
socialistas, por esta época a menudo en el poder, se concentraban en reformas
socioeconómicas factibles dentro del sistema capitalista. Aunque variaban según
los países, las reformas socialistas incluían, en primer lugar, la introducción
de un sistema de protección social (conocido como Estado de bienestar) que, en
la formulación tomada del reformista liberal británico William Beveridge,
protegiera a todos los ciudadanos “desde la cuna hasta la tumba”, y en segundo
lugar, la consecución del pleno empleo mediante técnicas de gestión
macroeconómica desarrolladas por otro liberal, John Maynard Keynes.
En
Gran Bretaña estas reformas fueron llevadas a cabo por los primeros gobiernos
laboristas de la posguerra. En el resto de Europa los socialistas alcanzaron
algunos de sus objetivos, ya fuera en el seno de una coalición gubernamental
con otros partidos (como fue el caso de Bélgica y Países Bajos, y, en la década
de 1970 en Alemania) o ejerciendo una presión efectiva sobre los gobiernos no
socialistas.
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